Los datos como una de las principales ventajas de empresas, organizaciones y gobiernos.
Por Luciano Galup (*) y Juan Pablo Pilorget (**)
Vivimos en la era de los datos. Generamos aproximadamente 2.5 cuatrillones de bytes por día. El número solo no dice nada, pero eso significa que el 90% de los datos de toda la historia de la humanidad fueron generados en los últimos dos años. En este contexto, palabras como Big Data y Small Data se incorporan a nuevas áreas del conocimiento, la gestión de lo público y la práctica profesional. Los gobiernos incorporan plataformas de Big Data, las campañas electorales traen como novedad el uso de datos para la planificación de estrategias, el periodismo incorpora el análisis de datos como una forma de narrar acontecimientos. Los datos son la moda, usarlos, analizarlos, manipularlos y extraer conclusiones de ellos constituye la nueva utopía interpretativa del presente.
En este contexto, existe un consenso cada vez mayor en que los datos son muy valiosos y disponer de ellos en grandes volúmenes es una gran ventaja económica para las empresas y de gestión para los gobiernos. El valor de los datos es claro pero, ¿cómo se genera? El área en la que quizás sea más evidente es la financiera, donde se usa información de las personas —socioeconómica, demográfica, de consumos digitales— para detectar fraudes y riesgo crediticio.
También existen otros tipos de datos que se recolectan de maneras diversas, en el contexto de lo que se llama Internet of Things (IoT) y comprende a las señales, los sensores y demás información que se transmite rápidamente y a intervalos regulares. Este tipo de información es central para el desarrollo de políticas de Ciudades Inteligentes y se puede utilizar para mejorar los sistemas de tránsito, administrar de forma eficiente la distribución de bicicletas en estaciones o anticipar brotes de algunas enfermedades. Incluso existen proyectos de corporaciones transnacionales para desplegar redes que permitan transmitir esta información en todo el globo, independientemente de cuán aislada esté la zona: un aire acondicionado en el desierto de Atacama indica su funcionamiento en las oficinas de una gigante tecnológico en Seúl.
En realidad, como se ve, los datos se pueden utilizar para cualquier cosa y este es el principal distintivo de nuestra época, la era de los datos. Juntar información es barato, porque el almacenamiento es muy accesible. Por primera vez en la historia de la humanidad podemos juntar más datos de los que podemos procesar. Esto permite muchas veces invertir el proceso de investigación e ir a un conjunto de datos a ver qué se va a encontrar, en lugar de tener que ahorrar espacio de almacenamiento recortando fragmentos a partir de una hipótesis previa. Recolectamos los datos a partir de nuestro conocimiento y generamos conocimiento a partir de datos recolectados: la particularidad de esta época es que no es necesario que los que hacen una cosa hagan la otra. El principal desafío para los gobiernos no es acumularlos sino desarrollar las estrategias de recolección, sistematización y seguridad informática para su protección.
Además de prevenir posibles fraudes bancarios y de darnos la posibilidad de ver todos los goles de Messi en una infografía interactiva distribuidos según el minuto en que los hizo, los datos son una tentación para la comunicación porque nos permiten conocer a los ciudadanos, es decir, segmentarlos por gustos, intereses, miedos o consumos. Relevamientos que antes sólo podían aplicarse a cientos o pocos miles de personas ahora pueden hacerse con decenas o cientos de miles, incluso millones, de casos. La potencialidad es cada vez mayor. Esa tentación implica acceder a datos de interacciones de personas, a su huella digital, con los correspondientes dilemas que esto implica en términos de seguridad informática y ética.
Desde hace unos años, luego de cada campaña electoral, gran parte de la estrategia de los ganadores se narra a partir del uso eficiente de análisis datos que realizaron. Y los datos están haciendo repensar gran parte de las estrategias de comunicación política. Casi todas las interacciones cotidianas que realizamos dejan una huella que es almacenable y analizable. Ya sea voluntaria —interacciones, contenidos, ubicaciones, suscripciones— o involuntaria —cookies, búsquedas, registros, consumos— esta huella habla de los gustos, intereses, tiempos, recorridos y actividades de cada uno de los millones de personas que transitan por la ciudad o acceden a Internet. Para enriquecer más las posibilidades, esa información cruzada con variables demoscópicas y demográficas permite generar niveles de conocimiento de los ciudadanos inimaginables hace apenas unos años.
Este nuevo escenario también implica un trade-off entre privacidad y comodidad: como menciona Justin Grimmer, queremos ver en tiempo real un mapa en el celular que nos indique dónde estamos y a la vez queremos saberlo solo nosotros. Aceptamos de mala gana los términos y condiciones para poder contar con un servicio que nos haga más fácil la vida a cambio de que alguien mire lo que hacemos y lo monetice, vendiéndolo. Y aquí hay un punto importante: si existen personas, organizaciones, gobiernos que procesan grandes volúmenes de información de los ciudadanos estos pueden evaluar la manera de, a partir de ese conocimiento, orientar los patrones.
Dentro del campo comunicacional estas estrategias ponen en juego la atención de los ciudadanos. Bajo el concepto de “Economía de la Atención”, Michael Goldhaber pone la mirada en cómo las redes sociales están modificando nuestras pautas de consumo: “Una gran cantidad de información crea una pobreza de atención y una necesidad de asignar esa atención eficientemente entre la sobreabundancia de fuentes de información que podrían consumirla”. La política compite por la atención de ciudadanos en ecosistemas sobrecargados de información y de estímulos. Con una dificultad agregada: el discurso político no puede —ni debe— prescindir de posicionamientos ideológicos, que generan mayores complejidades de lectura y requieren mayores esfuerzos a la atención.
Es en el marco de esta “pobreza de la atención” donde se intenta generar conexiones con los ciudadanos, y los datos que disponemos de ellos nos permiten saber de qué forma podemos lograr que dediquen algunos segundos de la poca atención que disponen a lo que nos importa que conozcan de nuestras propuestas. En el utópico escenario en que se sepa qué decirle a cada uno de los ciudadanos en función de lo que le interesa, las posibilidades de éxito de las estrategias de comunicación se amplían de manera significativa.
La disponibilidad de la información, su procesamiento y análisis pueden generar un nuevo tipo de desigualdad en las campañas políticas que excede —si bien está relacionada— a la económica. El presupuesto disponible no es la única variable porque ya no alcanza con volcar recursos a la calle, comprar espacios publicitarios y acceder por los canales tradicionales. La información y la existencia de grupos de científicos de datos capacitados para transformar esa información en conocimiento tienen un rol cada vez más relevante en el mundo. La bête noir de la consultoría en comunicación política, Cambridge Analytica, ha sabido cultivar un renombre internacional gracias a su intervención en dos fenómenos históricos: el Brexit y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses de 2016.
En este escenario se enmarca una discusión clave: ¿cómo se utilizan y cómo se regula el uso de datos? Martin Hilbert señala que ante cada innovación tecnológica surgen estos conflictos: antes del acceso a los autos como un bien de consumo masivo no existían los registros automotores ni las medidas de seguridad (en Estados Unidos el cinturón de seguridad recién comenzó a ser obligatorio en 1968). Con los datos sucede lo mismo. Disponemos de la tecnología, empezamos a construir conocimiento sobre ella, a elaborar estrategias y formas de utilizarla parta una multiplicidad objetivos. ¿Llegará el momento de la regulación?
Existe también un nuevo tipo de accountability relacionada al rol del Estado. Si los partidos políticos deben brindar los datos de sus fuentes de financiamiento y gastos de campaña, si los gobiernos están obligados a garantizar el derecho al acceso a la información pública ¿cómo se puede controlar que la información que se utiliza no sea contradictoria con los principios de privacidad y protección de los datos que surge, también, como responsabilidad estatal? Esta regulación del acceso y el uso de los datos de los ciudadanos es un elemento clave para cuidar un nuevo tipo de riqueza, la riqueza de nuestra era: los datos de los ciudadanos.