Por Martín Becerra*
La convergencia no es meramente tecnológica.
Suele definirse a las crisis como el momento en que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. La presente transformación de las industrias de la cultura y la comunicación bien podría caracterizarse con esa frase, en un momento histórico en que la disputa por la atención social es estremecida por la expansión de la digitalización y su consecuente multiplicación de soportes, que habilitan prácticas culturales novedosas.
Las industrias culturales tradicionales (medios de comunicación incluidos) están en crisis, es cierto. Sus modelos de negocios sobrellevan una amenaza terminal y sus audiencias protagonizan una suerte de éxodo incompleto e iconoclasta hacia nuevas plataformas. Pero en realidad el alcance de la crisis es mayor: lo que la llamada revolución digital pone en cuestión es la manera en que se produce, edita, almacena, distribuye, usa y consume la cultura a nivel masivo. Se trata de una mutación social y no sólo industrial. Lo que Frédéric Martel en su libro Cultura Mainstream llama “capitalismo cultural contemporáneo” refiere a relaciones sociales en una deriva con final abierto.
La centralización fordista de la producción en una misma empresa que, integrada verticalmente, controla todas las fases de agregación de valor, fue reemplazada por sistemas más descentralizados en la ejecución de los procesos productivos pero monitoreados —mediante el uso intensivo de tecnologías digitales— en el nivel de control. La creciente presencia de capitales financieros en las industrias de la cultura y, en particular, en los medios masivos, expresa la importancia económica de un sector que se fusiona con las telecomunicaciones y que se disemina —y valoriza— con Internet. La metamorfosis de las etapas de la producción cultural es acompañada por cambios, también hondos, en los consumos, usos y prácticas culturales.
Si bien el término “convergencia” no alcanza para abarcar la multiplicidad de procesos y actores que encaran esa transformación, porque suele enfatizar aspectos tecnológicos cuando están en juego simultáneamente la regulación institucional, las prácticas sociales y el nivel económico, resulta importante considerarlo en el análisis porque los cambios actuales no ocurrirían de no haberse desatado una revolución en el campo de las tecnologías de la información y la comunicación.
En América Latina la fractura socioeconómica, que es estructural, define el marco de accesos y circulación de bienes y servicios de la cultura, es decir que la convergencia digital presenta singularidades y determinaciones propias de la desigualdad económica respecto de la expansión de la revolución de las comunicaciones en los países centrales que, históricamente, presentan un mapa social más cohesionado. Al mismo tiempo, muchos de los países latinoamericanos (no sólo los que tienen gobiernos caracterizados como de centroizquierda o de izquierda populista, sino también México o Colombia) han adoptado nuevas regulaciones legales que están motivadas por la centralidad política y económica de las industrias culturales y su transformación. El escenario socioeconómico, la iniciativa política y de organización regulatoria de los bienes y servicios de la información y la comunicación, y el cambio radical del paisaje tecnológico, representan ejes en tensión que se combinan a la hora de examinar los hábitos contemporáneos de recepción y consumo de la cultura.
En el área de la cultura y la comunicación latinoamericanas, más aún que en otros espacios, las políticas neoliberales de fines del siglo pasado se tradujeron en la transferencia de los activos públicos al sector privado. Estas privatizaciones beneficiaron en una primera etapa a capitales nacionales y progresivamente ese patrimonio fue enajenado a capitales financieros con una marcada e inédita (y en algunas industrias, predominante) presencia de capital extranjero. El análisis de esa estructuración conduce a problematizar su régimen de propiedad, sus modos de financiamiento y sus posibilidades de acceso por parte de diferentes actores sociales, incluso los más postergados a nivel socioeconómico. Ahora bien: esas posibilidades de acceso están también condicionadas por un eje relativo a la arquitectura del sector cultural, lo que remite a reflexionar sobre la convergencia, sobre usos y costumbres, y sobre los modos de intervención estatal en el sector cultural.
El caso argentino, al que se aboca este artículo, merece especial atención. La Argentina tiene, por lo menos desde hace un siglo, un destacado desarrollo de las industrias de la cultura y la comunicación en el contexto regional, si bien se trata de un desarrollo afectado por los espasmos de crisis económicas que retraen la actividad del sector e impactan en los hábitos de uso. Como expresaron Aníbal Ford y Jorge Rivera en un panorama descriptivo sobre las industrias culturales argentinas del siglo xx, además de una base productiva diversa en lo editorial y audiovisual con infraestructuras asentadas, el mercado interno de consumidores es amplio debido a la alfabetización extensa de la población, y ello se combinó con la formación de cuadros profesionales que, en el campo de la producción, crea géneros y formatos y posee reconocidas capacidades de gestión y comercialización.
La Argentina es el país latinoamericano con mayor penetración de la televisión de pago, que alcanza al 85% de los hogares (el promedio regional es del 52%, según el New Media Book 2015 de Business Bureau). La televisión es el medio de comunicación que, al promediar la segunda década del siglo xxi, sigue ocupando la mayor cantidad de horas de atención de los distintos sectores sociales, aunque en los últimos años los de con mayor poder adquisitivo y, notablemente, los menores de 35 años, protagonizan una migración constante hacia otros medios, pantallas y contenidos, especialmente a través de dispositivos móviles.
Al mismo tiempo, Argentina es uno de los países con mayor circulación de medios impresos per cápita del continente y es, detrás de España y México, el tercer productor de libros de iberoamérica. En cuanto a las conexiones a Internet, fijas y móviles, el país está apenas por debajo de los indicadores de Uruguay y Chile, si bien en el caso argentino con una calidad y velocidad de navegación inferior. La propagación de las conexiones móviles (en la Argentina hay 65 millones de líneas de telefonía móvil) es significativa y configura lo que algunos autores llaman un “régimen de conectividad perpetua” por parte de los usuarios consumidores, dada la ubicuidad de los dispositivos multiplataforma que los acompañan durante todas las horas de su jornada, todos los días de la semana, incluso los no laborables.
Un estudio del mercado de telefonía móvil publicado a fines de 2014 por la consultora Carrier y Asociados, revela que la mitad de los usuarios de telefonía móvil accede a servicios de datos, por lo que las comunicaciones móviles muestran el pasaje de ser servicios de voz y SMS a ser prácticamente ISP (Proveedor de servicios de internet, por sus siglas en ingles) móviles. La relevancia que adquirieron los datos impacta no sólo en el negocio de los operadores, sino que también influyen en una reconfiguración del mercado de terminales, con altas tasas de renovación de los equipos.
A la vez, la muestra revela que las redes WiFi se han convertido en grandes aliados de los usuarios y de los operadores (dado que alivian el tráfico en redes saturadas que figuran al tope de las quejas de los consumidores de todos los servicios del país), siendo utilizadas por el 83% de aquellos que consumen datos desde el celular, con un 27% que dice conectarse mayormente a través de estas redes. Quienes se conectan únicamente con la red celular crecen en la medida en que disminuye el nivel socioeconómico, segmentos con menor propensión a tener WiFi en el hogar o en sus lugares de trabajo.
Ese dinámico mercado de comunicaciones móviles resulta a su vez potenciado por la reciente licitación del espectro para comunicaciones 4G LTE que ampliará la oferta disponible, masificará la conectividad móvil y mejorará su uso, atendiendo así a uno de los fuertes condicionantes que tenía el acceso a Internet móvil en la Argentina y, sobre todo, la disposición de servicios.
La estructura productiva de las industrias de la cultura y la información es concentrada, centralizada y conglomeral. Aunque esa estructura registra la actividad de emprendimientos de distinto tamaño y asume formas mercantiles, estatales, cooperativas y comunitarias, el sector cultural-comunicacional se halla protagonizado por grupos económicos cuyos intereses —antes delimitados dentro de los con tornos del propio sector— hoy desbordan el ámbito de la producción cultural y se expande hacia otras áreas de la economía (telecomunicaciones, bancos, servicios públicos, juegos de azar, etcétera). La mayor parte de estos grupos opera en la zona metropolitana de Buenos Aires, que irradia su producción hacia el resto del vasto territorio.
En los últimos seis años, el Estado promovió una serie de políticas cuyo impacto social es diverso y condicionado por estas tendencias generales, toda vez que la tecnología expresa relaciones sociales, costumbres y rutinas que se articulan con la regulación.
La reflexión sobre los usos y consumos sociales de la cultura resume siempre una teoría sobre el rol de las tecnologías (industriales, digitales) y su vínculo con la sociedad. En este artículo se entiende, desde una perspectiva heterodoxa, que la evolución de las prácticas sociales con industrias culturales y medios tecnológicos presenta condicionamientos múltiples y que esos vínculos —que definen el cotidiano de millones de personas— no se agotan en la fórmula de que “la tecnología cambia al mundo”, sino que precisan también considerar qué es lo que ese mundo (distintos grupos sociales e individuos) pretende hacer con la tecnología. La incubación de una nueva cultura es negociada en el marco de cambios tecnológicos, sociales, económicos y culturales más amplios. No es algo impuesto.
De modo que la “convergencia” no es meramente tecnológica. La propia definición de tecnología alude al uso y a la apropiación social. La tecnología es, en sí misma, parte de la sociedad. Lo es porque articula usos sociales. Esa relación inseparable entre tecnología y sociedad constituye un eje medular para comprender cambios del pasado reciente argentino, así como del presente, y enmarca el desempeño de los medios e industrias culturales en una sociedad con necesidades y expectativas cambiantes. En el caso del audiovisual, el control remoto y la migración de los receptores al color tonificaron a partir de 1980 las formas de ver televisión, pero a partir de 1990 la paulatina masificación del sistema por cable (más tarde, también satelital), y su menú multicanal, introdujo una oferta de decenas de canales, muchos de ellos temáticos, en una pantalla que hasta entonces sólo en las grandes ciudades contaba con más de un canal de aire. Este proceso fue potenciado por la concentración de la propiedad del sistema de medios.
Fue a partir del cambio de siglo cuando el acceso a Internet y la telefonía móvil, primero como tecnologías separadas y luego reunidas en los mismos dispositivos multiplataforma (los teléfonos móviles, por ejemplo), le imprimieron un ritmo vertiginoso y ubicuo a la temprana segmentación de gustos iniciada por la televisión de pago. Estas tecnologías impactarían decisivamente sobre el paisaje mediático, ya que en muchos casos se trata de espacios que alternan el flujo unidireccional con soportes analógicos propios de los medios tradicionales. Además, tienden a desprogramar una lógica de funcionamiento que basó su desarrollo histórico en proveer programación definida a partir del fabricante de contenidos, que coincidía mayormente con el transportador de ese contenido. La convergencia conmueve los cimientos de esa lógica: halla en la desprogramación una de sus características más salientes, a la vez que desagrega distintos eslabones de la cadena productiva, al menos en su fase actual.
La desprogramación es un proceso que excede a los medios y al propio sector de la cultura y la comunicación. La literatura sociológica que estudia el debilitamiento de instituciones “fuertes” o “sólidas” que organizaban una suerte de agenda cohesionada para el grueso de los grupos sociales ayuda a comprender este proceso. Si bien algunas de las teorías que desembocan en el cuestionamiento de la programación clásica como formato organizativo del relato mediático son propias de contextos de países centrales, en donde la calidad de la conectividad es muy superior a la latinoamericana, este proceso es visible también en la metamorfosis de los medios de la región.
Como efecto, el peso de nuevos medios, así como la emergencia de intermediarios que no son, en sentido estricto, medios de comunicación, se siente en los balances de las empresas de medios tradicionales, que acusan una merma de ingresos publicitarios, ya que las campañas se canalizan también a través de los medios digitales, y una disminución de sus audiencias, seducidas por la multiplicación de la oferta. Genéricamente, se alude a estos procesos con el término “desintermediación” o el más preciso “reintermediación”.
El alcance cada vez mayor del acceso a las redes convergentes está condicionado por fracturas socioeconómicas y geográficas, pero contribuye al proceso de desintermediación de la industria cultural tradicional. Este consiste en la creciente desprogramación de los usos sociales de los medios y en una simbiosis entre el tiempo de vida y el tiempo de conexión y exposición a redes en las que conviven, de modo conflictivo, los medios tradicionales con servicios provistos por actores corporativos de nuevo cuño y, en muchos casos, de escala global (Google, Facebook, YouTube, Twitter, entre otros).
Hay que agregar que los servicios convergentes no son sólo la adición de los contenidos de información y entretenimiento producidos por las industrias culturales, sino que suponen también nuevos servicios y formas de socialización entre personas y grupos sociales, lo que fundamenta la adopción de conceptos como el de “autocomunicación de masas” por parte de autores como Castells. El carácter masivo de las industrias culturales tradicionales es reconfigurado por redes individualizadas que son masivas en cuanto a su extensión pero cuyos contenidos son customizados a través de contactos y, sobre todo, de los algoritmos definidos por las empresas propietarias de dichas plataformas.
La crisis del campo de la cultura industrializada es un proceso en curso que impide ser concluyentes en relación a su desenlace. Los párrafos anteriores exhiben tendencias y análisis que aconsejan cautela a la hora de evaluar esas tendencias, toda vez que combinan factores tecnológicos, económicos, sociales y políticos, y en todos estos niveles las novedades están a la orden del día.
La TV y su legado
En pleno proceso social y tecnológico de desintermediación y desprogramación de los medios e industrias culturales tradicionales, la televisión y la radio siguen ocupando un lugar cardinal en la configuración de la agenda pública. Esta constatación agrega complejidad al abordaje de los cambios culturales en las sociedades contemporáneas.
Además, como revela un reciente estudio empírico sobre usos de la televisión realizado por el grupo de investigación sobre industrias culturales de la Universidad Nacional de Quilmes, mientras que los segmentos socioeconómicos altos y medio-altos asocian la televisión al esparcimiento y a la desconexión de las ocupaciones cotidianas, en los sectores de bajos ingresos el significado de la TV es diferente: en estos grupos populares es considerada “un camino preferencial de conexión con la realidad”, una fuente de noticias, entendiendo como “noticias” los hechos que se producen en una amplia gama de ámbitos (político, policial, farándula, climático). El término “caja boba” no representa a este segmento de la sociedad. De entrevistas etnográficas realizadas en profundidad se desprende incluso que para estos sectores “bajos” la TV también cumpliría una función educativa-cultural, en forma paralela a la del entretenimiento”¹.
En la Argentina, el proceso de cambio cultural y tecnológico tiene en el Estado un actor influyente a través de la construcción de infraestructuras de conectividad a Internet (aún no operativas en su mayoría) y de transmisión de señales de televisión digital terrestre (TDT). El Estado también financia parte de las industrias culturales, subsidiando producciones cinematográficas, sosteniendo buena parte de la actividad teatral y segmentos de la música en vivo, además de participar del mercado publicitario como anunciante, lo que nutre a los medios de comunicación
tradicionales con una política de distribución que no está sujeta a reglas públicas tanto a nivel nacional, provincial ni municipal.
En lo relativo a la TDT, según el Ministerio de Planificación Federal, a fines de 2014 se habían construido más de ochenta torres de transmisión que cubren un 82% del territorio nacional. Claro que cobertura no equivale a acceso, ni acceso a uso. En paralelo, el gobierno solventó la entrega, en forma de comodato, de más de un millón de conversores para los sectores de bajos recursos.
Como complemento a la inversión en infraestructura, el Estado financia la producción de contenidos, algo inédito en gran parte del país, y fomenta el equipamiento de pequeñas y medianas productoras. Los contenidos de esas producciones son abiertos, están disponibles en Internet y pueden ser emitidos por canales públicos, privados, cooperativos o universitarios. A su vez, se crearon señales estatales con producciones de calidad, pero también se insertaron señales privadas que no surgieron de concursos (como marca la vigente Ley de Servicios de Comunicación
Audiovisual), con un criterio de selección que está desarticulado con la lógica industrial televisiva. La citada investigación sobre usos y consumos de la TDT revela que quienes acceden a su programación aprecian los contenidos —especialmente los provistos por emisoras del Estado— de esta nueva pantalla. Pero en términos macro, los esfuerzos para implantar la TDT no lucen, hasta el presente, en sus resultados.
La intención de crear una plataforma de acceso gratuito con contenidos que no suelen programar los operadores comerciales de cable y satélite es afectada por la subestimación de los usos de la TV que, lejos de ser un artefacto, es una relación social y que tiene a la televisión de pago como un hábito en la mayoría de los hogares. Por ello, se precisa complementar la producción de políticas públicas con estudios en profundidad sobre la significación que tiene para los distintos grupos sociales hoy la televisión, en un contexto inestable donde el vínculo entre industrias culturales y sociedad atraviesa una auténtica metamorfosis.
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¹ Para ver el estudio completo dirigirse aquí.
*Universidad Nacional de Quilmes, UBA, Conicet. En Twitter es @aracalacana