Hacia una nueva ley general de comunicación

El DNU 267 como un punto de partida hacia el acceso universal y la alfabetización digital. Por José

El DNU 267 como un punto de partida hacia el acceso universal y la alfabetización digital.

Por José Crettaz (*)

El DNU 267/2015, apenas un artefacto derogatorio, es un punto de partida para discutir en clave digital un nuevo marco legal centrado en el usuario y en el desarrollo de las redes para lograr mejores servicios y contenidos. Aquí, algunas ideas sueltas para asumir los errores del pasado reciente y empezar a pensar el futuro con una nueva perspectiva.

 

Acceso universal a conexiones a internet de calidad y alfabetización digital para su mejor uso posible (como espectadores, productores de contenidos o proveedores de servicios), esos deberían ser los principales objetivos a alcanzar en el ámbito de la comunicación. Así se lograrán servicios de comunicación eficientes y a precios accesibles y una mayor diversidad y pluralismo en los contenidos, con un ejercicio de la libertad de expresión y de información de nueva generación. Este debería ser el punto de partida para el desarrollo de un nuevo marco regulatorio general –no reglamentarista ni atado a ninguna tecnología en particular–, único –que abarque todas las redes de comunicación, independientemente de su origen en la radiodifusión o las telecomunicaciones– y con foco en los usuarios y no en las empresas ni en los emisores.

Estamos ante una nueva oportunidad para lograrlo. En los próximos meses, nuestro país debatirá una ley general que podría ayudar a recuperar al menos dos décadas perdidas y avanzar sobre una regulación que impulse el desarrollo de las comunicaciones, tanto las masivas como las interpersonales, que confluyen todas hacia internet (entendida como red global de redes de conectividad digital). Y esto sucederá independientemente del derrotero judicial del Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) 267/2015 con el que el presidente Mauricio Macri modificó aspectos centrales de las leyes N° 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual (SCA) y N° 27.078 de telecomunicaciones “Argentina Digital”. Si ese decreto finalmente queda suspendido por alguna decisión judicial en las múltiples demandas que se iniciaron contra sus disposiciones, el gobierno de Macri no tendrá más remedio que avanzar con un proyecto de ley en el Congreso para poder asegurar los pasos que ya está dando. Y si queda vigente, el mismo DNU –un artefacto derogatorio que sólo sirve en tanto punto de partida– prevé la creación de una comisión redactora de una nueva norma, para cuya aprobación la nueva administración se puso el exigente plazo de un año. Que no ocurra nada no parece una opción posible, ni conveniente.

La ley audiovisual, de 2009, y la de telecomunicaciones, de 2014, carecieron de una mirada digital y convergente. No porque no hayan “regulado internet” (cosa que se intentó con otros proyectos que afortunadamente no prosperaron), sino porque profundizaron un esquema que ya había entrado en crisis a finales de la década del 90: la división entre radiodifusión y telecomunicaciones. Parece increíble tener que insistir, pero no hay más remedio: las tecnologías de distribución, los hábitos de consumo cultural de los usuarios y la evolución de los modelos de negocios derribaron todas las fronteras entre aquellos sectores, antes limitados naturalmente por el par de cobre, el cable coaxial o tecnologías inalámbricas desarrolladas para determinadas bandas de espectro radioeléctrico. Además de confluir entre sí, estos ámbitos están convergiendo a su vez con firmas tecnológicas globales, que siguen desafiando la territorialidad de la regulación ahora al proponerse –como están haciendo Facebook y Google– dar conectividad en distintos países desde fuera de sus geografías.

Al no tener aquellas normas un ADN digital, ambas perdieron de vista otras cuestiones cada vez más integradas, como la privacidad, la neutralidad de la red, el emprendedurismo digital, el comercio y los pagos electrónicos, entre otras cuestiones que lógicamente no pueden ser abordadas en un solo texto legal, pero que deben resultar coherentes con el resto del ecosistema normativo digital. Es interesante en este punto el camino que está siguiendo la Unión Europea en la construcción de su Mercado Único Digital, que implica la revisión completa de su normativa audiovisual y de telecomunicaciones, entre muchas otras. En 2009, cuando la ley de medios tomó como referencia buena parte de la normativa europea, tal vez hubiese sido mejor ver qué estaban pensando allí los reguladores más que copiar lo que habían hecho en años anteriores y que para entonces ya empezaban a revisar.

De hecho, convendría que una nueva ley general de comunicación se piense en un contexto más amplio, en el que otras normas específicas paralelas regulen aspectos adyacentes y, en un marco aún mayor de políticas de Estado que, abarquen otras iniciativas gubernamentales, algunas ya puestas en marcha como la Red Federal de Fibra Óptica (REFEFO, que extrañamente aún no está iluminada y que debería permitir bajar los precios mayoristas de la conectividad), y la operación de satélites geoestacionarios nacionales. También otras a definir, como la estrategia de asignación de bandas de espectro radioeléctrico, cada vez más demandado, para dar acceso a internet móvil.

Aprender de los errores

En este nuevo debate será importante tener en cuenta los antecedentes recientes para no repetir errores. A más de seis años de sancionada la ley audiovisual, los resultados tangibles que pueden mostrarse son muy escasos. Las promesas hechas durante el debate parlamentario no se cumplieron y sí se verificó un uso político-partidario en su aplicación para ajustar desde el Poder Ejecutivo las líneas editoriales de los medios audiovisuales. Para confirmar esta afirmación alcanza con revisar el tratamiento que la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA) les dio a los distintos planes de adecuación –dando a unos plazos más laxos que a otros, permitiendo a unos adecuaciones que eran vedadas a otros, etcétera–.

Fue especialmente habilidoso el kirchnerismo al incluir en el proyecto original antiguos y legítimos reclamos de distintos sectores (cuyos derechos adquiridos deberían quedar a salvo en la ley que comienza a construirse): los medios comunitarios, incluidos por la ley de medios en la gran bolsa de los entes de derecho privado no comerciales, accedieron por primera vez a licencias; las cooperativas de servicios públicos pudieron ingresar en el sector de la TV paga, que les había estado prohibido; los obispos aseguraron las emisoras de radio y televisión que la Iglesia Católica había obtenido durante el menemismo y lograron que estas sean equiparadas a las del Estado nacional; los pueblos originarios consiguieron que en la letra de la norma se les reconocieran sus derechos sobre la posibilidad de tener medios (aunque el caso del canal Wall Kintun TV¹ revela hasta qué punto fueron nuevamente utilizados por el poder político de turno); a las universidades nacionales se les garantizaron frecuencias, aunque no fondos para poder sostenerlas; las provincias y los municipios obtuvieron reserva de espectro para televisión y radio; y una específica tradición académica vio validados los postulados en los que había trabajado durante más de dos décadas. En 2009, cada uno miró su parte, pero casi nadie prestó atención al todo. Esta vez, deberíamos levantar la mirada, ponerla en el horizonte y contemplar el todo.

Breve, imprecisa y deliberadamente vaga, la ley “Argentina Digital” (que de “digital” sólo tuvo el nombre) es exactamente lo opuesto de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (que es extensa, redundante y reglamentarista). La norma que regula las telecomunicaciones, que no fue reglamentada, se limitó a crear un súper ente con competencias omnímodas, la Autoridad Federal de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (AFTIC), que al asumir el gobierno de Macri estaba aún sin su conformación definitiva. AFSCA y AFTIC tuvieron el mismo diseño y sus funciones se superpusieron parcialmente (como se vio en el caso del decomiso de equipos al canal comunitario Antena Negra TV).

Una nueva oportunidad

La discusión que comienza debería plantearse algunos aspectos especialmente importantes: poner a los usuarios en el centro de la regulación; procurar una convergencia regulatoria que acompañe e impulse las oportunidades de la convergencia tecnológica; desarrollar redes fijas y móviles de comunicación robustas acordes con las necesidades y la extensión territorial de la Argentina; resolver las asimetrías entre los mercados –por un lado, los más densamente poblados y rentables, y por el otro, las poblaciones lejanas de los centros urbanos, de menor población y necesitados– y entre los distintos actores –enormes conglomerados globales o regionales, grandes grupos nacionales, empresas estatales, PyMEs, cooperativas y otros entes sin fines de lucro–, y establecer condiciones permanentes y de largo plazo para el fomento de la producción de contenidos nacionales.

En este punto es importante destacar que los límites a la concentración –necesarios en todos los ámbitos– deben lograr un equilibrio fundamental: fijar topes a la expansión ilimitada de las empresas para garantizar la competencia, evitar la cartelización y la afectación de la libertad de expresión y, a la vez, permitir la escala necesaria para que sean viables a esas mismas empresas las inversiones intensivas imprescindibles para construir y mantener las redes. Pero, además, la preocupación por la concentración debe llevar también a la puesta en funcionamiento de los mecanismos previstos en la ley N° 25.156 de Defensa de la Competencia, de 1999, algo que ningún gobierno hizo hasta ahora para asegurarse la última palabra en las grandes operaciones de compraventa o fusiones de empresas. Además, la concentración no puede analizarse sólo a escala nacional, por razones que parecen obvias: si así se lo hace, nunca habrá compañías argentinas capaces de disputar el mercado regional o internacional y llevar la cultura y la identidad nacional al mundo.

Algunos países avanzaron en su regulación fijando una clara separación entre producción y distribución de contenidos e impidiendo la propiedad cruzada. En nuestro país, la ley audiovisual fijó topes al limitar a las empresas de cable a no tener más de una señal de contenidos propia, lo que llevó a situaciones absurdas como la del cableoperador tucumano CCC que se vio al borde de cerrar dos de sus tres señales propias, que les aseguraban pantalla a numerosas producciones independientes locales. No establecer una separación tajante podría, en un país como la Argentina, derivar fondos del sector del transporte al de la producción de contenidos, lo que permitiría contar más y mejores historias propias y tener una presencia más importante en el mercado internacional audiovisual y de aplicaciones digitales.

Respecto de la conciliación entre los distintos mercados y actores, deberá contemplarse la progresiva confluencia en un sólo ámbito en el que todos puedan competir contra todos. En este sentido, parece exagerado el plazo de dos años previsto en el DNU 267, una convergencia competitiva que podría hacerse progresiva, empezando ya mismo por aquellas ciudades donde los cableoperadores o PyMEs locales están mejor preparados para hacer frente a los gigantes telefónicos mundiales.

Hay mucho por hacer para garantizar el acceso a la comunicación, la información, la cultura y el entretenimiento. Todo eso es hoy digital o simplemente no es. El camino es largo y exigirá nuevos consensos, un volumen de inversión extraordinario y la apertura a una verdadera competencia. Otra vez, estamos ante un nuevo comienzo. Deberíamos ser conscientes de que cada vez empezamos desde más atrás.

(*) El autor es licenciado en Comunicación Social (Universidad Austral) y Magíster en Administración de Empresas (UADE Business School). En Twitter es @jcrettaz.

¹ El canal mapuche de televisión abierta argentino que emite desde Bariloche desde el 7 de diciembre de 2012.

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