Propiedad intelectual, entre guardias y vanguardias

Por Luis Lozano El caso de El Aleph engordado Así como el Aleph representa, de acuerdo con el

Por Luis Lozano

El caso de El Aleph engordado

Así como el Aleph representa, de acuerdo con el famoso cuento de Jorge Luis Borges, ese lugar “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”, el caso de Pablo Katchadjian y su libro El Aleph engordado parece contener también una infinita cantidad de facetas. Es una historia que nos permite hablar de la desactualización del paradigma de propiedad intelectual que encarna en la ley 11.723; de la disociación que padece el sistema de administración de justicia respecto de ciertas realidades sociales —en especial las de los más débiles en los litigios—; de la histórica confrontación entre los artistas malditos y los dispositivos de castigo; de las vanguardias literarias, sus recursos de experimentación y su relación con las nuevas tecnologías; y hasta del disciplinamiento que un abogado y una viuda de novela son capaces de ejercer sobre quien osa desafiar el canon de la obra maestra. De todo esto y más está hecha esta historia.

En el año 2009, Pablo Katchadjian, escritor y docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, publicó el libro El Aleph engordado en una edición de 300 ejemplares bajo el sello de la editorial independiente Imprenta Argentina de Poesía (IAP). La obra consiste en una reproducción del texto original de Borges, que cuenta con 4.000 palabras, a las cuales Katchadjian agregó otras 5.600 intercaladas, incluyendo cambios gramaticales y de puntuación. La mayoría de los libros los repartió entre amigos y conocidos. Algunos otros se distribuyeron en librerías especializadas de la ciudad de Buenos Aires, donde cada ejemplar costaba 15 pesos. La obra tuvo difusión en los circuitos literarios y hasta recibió elogios por parte de autores consagrados como César Aira.

Esta búsqueda no era nueva para Katchadjian quien, además de novelas y poemas, había incursionado en otros ejercicios lúdicos de remix narrativo similares al de El Aleph engordado. En 2007 publicó El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, que, tal como su nombre lo indica, es una reconfiguración de todos los versos de la primera parte del célebre poema de José Hernández en orden alfabético de acuerdo a la letra con la que se inician. En 2012 publicó también La cadena del desánimo, un collage conformado por textuales de políticos extraídos de medios de comunicación.


Los guardias

La respuesta de los guardianes legales del patrimonio borgiano se hizo esperar, quizá porque sus promotores estaban ocupados en el litigio que perderían en primera y segunda instancia contra el sitio Taringa!, pero a Katchadjian también le llegó su turno. En 2011, la viuda de Borges, María Kodama —patrocinada por el abogado y secretario de la Fundación Borges Fernando Soto— le inició una querella al escritor por fraude a la propiedad intelectual. Esta acción fue posible porque la ley 11.723, sancionada en 1933, habilita a quien se considere damnificado a iniciar una acción civil por daños y perjuicios en busca de una reparación económica, pero también abre la posibilidad de la persecución penal. Ambas vías no resultan excluyentes. En todos los casos, estas medidas habilitan a los jueces a disponer el secuestro de la edición, incluso con carácter precautorio, es decir, antes de que comiencen a circular.

El artículo 71 de la ley de Propiedad Intelectual remite al Código Penal para establecer penas de 1 mes a 6 años para quien “de cualquier manera y en cualquier forma defraude los derechos de propiedad intelectual que reconoce esta Ley”, una fórmula por demás amplia para establecer responsabilidades penales, que resulta incompatible con nuestra Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos incorporados a ella. Las acciones también pueden iniciarse de oficio, incluso por funcionarios policiales, canal que genera el grueso de las denuncias que tienen como blanco privilegiado a los vendedores callejeros de copias ilegales de películas o música.

Los tres artículos siguientes (72, 72 bis —agregado por una reforma especial en 1989— y 73) especifican algunas de esas conductas, vinculadas a la venta, copia y reproducción sin autorización de obras impresas y fonogramas.

El proceso

A los laberintos kafkianos de la justicia penal fue a parar entonces Katchadjian. Obligado a iniciar un camino que, cuatro años más tarde, está lejos de mostrar una salida. Kodama, en tanto, ya expresó su veredicto: “Se mete en una obra ajena en un plagio irreverente para deformarla: no lo voy a permitir”. Su abogado profundizó en la misma línea: “No es sólo haber reproducido la obra sin autorización, sino haberla alterado”, explicó Soto y trazó un paralelismo cuando menos inquietante al decir que El Aleph engordado equivalía a “hacerle los bigotes con un indeleble al original de la Gioconda”.

Así las cosas, la causa penal avanzó, pero tanto el juez de primera instancia como la Cámara del Crimen consideraron que la conducta del escritor “no pudo haber sido encuadrada en ningún tipo penal” y dictaron su sobreseimiento. Al mismo tiempo, en 2013 y en el ámbito de la justicia civil, ambas partes exploraron las posibilidades de alcanzar un acuerdo extrajudicial. Pero esas chances se esfumaron rápidamente.

Según contaron, hubo una mediación en la cual se le pidió a Katchadjian que reconociera su responsabilidad en el fraude a la propiedad intelectual y pagara una indemnización simbólica de un peso. De acuerdo con la versión de Soto, “desde un comienzo hicimos una demanda por daños y perjuicios para dar por terminado el tema. En ese momento pedimos un peso, porque no buscábamos una indemnización, sino que se reconociera que era incorrecto lo que había hecho y que se comprometía a no volver a hacerlo. Tenía que hacer eso y pagar los gastos. No aceptó”. Pero el autor sostuvo que esto no fue así y que el compromiso no garantizaba el cierre de la causa penal: “Él dijo que nos había ofrecido que le pagáramos un peso de indemnización y que renunciaba a sus honorarios y a la querella, pero es mentira. Él pidió ese peso de indemnización, una declaración en la que yo pidiera disculpas, más el pago de sus honorarios y los honorarios de la mediación, pero no renunciaba a la querella. Si hacía todo esto no me iniciaba —además del juicio penal— un juicio civil”, indicó Katchadjian a Página/12.

En paralelo, Kodama y Soto apelaron el sobreseimiento y llevaron el caso al máximo tribunal penal del país, la Cámara Federal de Casación Penal. El expediente cayó en la sala IV, conformada por los jueces Gustavo Hornos, Juan Carlos Gemignani y Eduardo Rafael Riggi, quienes en septiembre de 2014 revocaron el sobreseimiento del escritor y ordenaron devolver la causa a primera instancia.

El fallo de Casación es una muestra cabal de las posibles implicancias de la ley 11.723 cuando se aplica con una mirada restrictiva. A la vez, los pilares en los que se funda la sentencia para reabrir la causa contra Katchadjian, son también algunos de los principales puntos a discutir de cara a una reforma de la regulación. Cuestiones como el derecho de cita —limitado por la propia ley a 1 000 palabras;— el derecho de los autores a que se garantice la integridad de la obra en sus reproducciones; o la duración de la titularidad de los derechos propiedad intelectual, fijada en 70 años desde la muerte del autor para sus herederos, son algunos de esos puntos a debatir. Dicho sea de paso, ese plazo vencerá para El Aleph recién en 2057.

No obstante, para los integrantes de la Sala IV de la Cámara de Casación la lectura es una sola y no admite matices. “La señora Kodama cuenta con la legitimación para oponerse a toda modificación, deformación o utilización que de su obra pueda hacer un tercero”, sostiene el fallo y asegura que “el hecho de que Pablo Katchadjian haya efectuado el ‘engorde’ de la reconocida obra de Jorge Luis Borges omitiendo la autorización ha violado la protección de los derechos de autor reconocidos en la ley 11.723”.

Casación reafirmó así el carácter restrictivo de la norma: “La interpretación de la restricción al derecho de autor es de carácter limitativo y no admite, por lo tanto, la publicación del todo, ni de partes sustanciales de la obra. En suma, la ley de propiedad intelectual limita considerablemente la utilización de una obra ajena incluso en casos en donde no haya plagio (en virtud de haber efectuado la transcripción en forma de nota o cita) o en casos de finalidad didáctica”.

Devuelta la causa a primera instancia, el juez Guillermo Carvajal, titular del Juzgado de Instrucción N° 3, acató el criterio fijado por la Casación y en junio de 2015 procesó a Katchadjian sin prisión preventiva y le trabó un embargo por 80 mil pesos. La decisión motivó un repudio generalizado por parte de escritores, docentes universitarios y personalidades del mundo cultural. El 3 de julio se realizó un multitudinario acto de apoyo al escritor en la Biblioteca Nacional y el tema ganó la agenda pública como nunca antes.

A fines de agosto, la Sala V de la Cámara del Crimen revocó el procesamiento de Katchadjian, le dictó la falta de mérito —un limbo en el que no está ni procesado ni sobreseído— y ordenó profundizar la investigación. Para el lector no experto y apelando a las metáforas futbolísticas, podríamos decir que la Cámara pateó la pelota al córner, pero la situación de Katchadjian sigue siendo complicada. Al cierre de esta nota, y en cumplimiento de lo dispuesto por la Cámara, el juez Carvajal había ordenado la realización de una pericia para distinguir qué partes de El Aleph engordado corresponden al texto de Borges y cuáles fueron modificadas o agregadas. Vaya a saber qué punto se pretenderá dilucidar con tamaño trabajo, lo cierto es que en este mismo momento un perito se está quemando las pestañas comparando ambas versiones.

Llegado este punto y a pesar de los múltiples intentos de Kodama y Soto por aclarar que Katchadjian “no va a ir preso y no se le embarga nada”, lo cierto es que este docente universitario lleva cuatro años sometido a un proceso penal, en medio del cual estuvo procesado y con un embargo sobre sus bienes. Esto implica, entre otros muchos inconvenientes, la prohibición de salir del país y la inhibición absoluta para sacar un crédito o realizar cualquier operación comercial por más sencilla que fuere —por ejemplo, la compra o venta de una propiedad— sin autorización del juez de la causa. A ello se suma el tiempo invertido en trámites judiciales y la contratación de un abogado particular, en este caso el también escritor Ricardo Straface. Sobre la posibilidad de ir preso, con el monto de penas previsto por la ley, ningún abogado penalista la descarta. Pero más allá de que efectivamente vaya o no a la cárcel, el efecto de una condena penal sobre la vida de una persona resulta completamente desproporcionado para un caso vinculado con el ejercicio del derecho a la comunicación y no resuelve ninguno de los dilemas que el tema plantea.

Por otra parte, no se puede dejar de tomar en cuenta el efecto inhibitorio que todo el entuerto penal genera, en primer lugar para el propio Katchadjian, pero también para cualquier otra persona que se hubiera visto tentada de realizar algún experimento literario similar con una obra que aún no haya pasado al dominio público.

Intertextualidad y negocios

Parece un capricho de la historia que el caso que más sacudió en el último tiempo los cimientos del paradigma de regulación de la propiedad intelectual en nuestro país involucre una obra de Borges. Cientos de trabajos académicos han analizado el concepto de intertextualidad en sus cuentos y poemas. Claro que muy pocos incluyen una perspectiva jurídica y mucho menos un análisis a la luz de la figura del plagio. ¿Cómo atrapar en esas categorías a quien escribió “de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche”? ¿Cómo enjuiciar al escritor de “Pierre Menard, autor del Quijote”, la historia del hombre que quiso reproducir palabra por palabra el clásico de Cervantes dos siglos y medio más tarde, convencido de que componía una obra nueva?

La discusión devuelve al terreno de la literatura un debate que en el mundo musical se intensificó con los procedimientos de mezcla digital en los últimos veinte años. El surgimiento del bastard pop, el mash up o el glitch, todas técnicas de remix que permiten fusionar distintas canciones, agregando o suprimiendo partes del original, con creaciones originales a partir de ellas o en un mero ejercicio de interpretación, hicieron estallar —una vez más— la teoría tradicional de la propiedad intelectual, a mediados de la década de 1990. Pero es justo decir que el mundo literario y el de las artes plásticas también habían navegado esas aguas, desde los experimentos surrealistas de principios del siglo XX, hasta las obras de Gérard Genette, o el ready made de Marcel Duchamp que culminó en la célebre rúbrica del mingitorio.

De todo esto se nutre, también, la historia de El Aleph engordado. Y si bien reabre muchos debates que es necesario profundizar, también nos trae algunas certezas. Entre esas certezas figura la imperiosa necesidad de dejar de llevar estos temas al ámbito de la justicia penal. Es claro que el sistema judicial no está en condiciones de resolver este tipo de conflictos y que el castigo penal sólo tiene consecuencias negativas para el ejercicio de la libertad de expresión, tanto en términos individuales como sociales. Por lo tanto, el primer punto a borrar de toda iniciativa vinculada a la regulación de la propiedad intelectual a la luz de un paradigma más democrático y respetuoso de los derechos humanos es el que incluye las sanciones penales. En todo caso, quien crea haber sufrido una violación de sus derechos de propiedad intelectual podrá reclamar ante la justicia civil para que se frene la circulación de ese contenido y los responsables le paguen una reparación, si correspondiera.

Otra certeza que arroja el caso de Katchadjian tiene que ver con la falta de adecuación a la realidad actual de algunas de las prescripciones que, en nombre del respeto a la obra y la voluntad creativa de su autor, establece la ley 11.723. Entre ellos, la limitación del derecho de cita a mil palabras (ocho compases en el caso de la música) y el derecho a conservar la integridad de la obra en cada reproducción. La ley concibe como una “mutilación” las experiencias de collage tan frecuentes en la actualidad y no toma en cuenta que estos mecanismos pueden, según el caso, representar un ejercicio legítimo del derecho a la comunicación y una vía válida para producir obras nuevas.

También surgen cuestiones menos evidentes que han sido puestas en tela de juicio desde distintos ámbitos desde hace por lo menos una década y son las que tienen que ver con la duración del plazo de titularidad de los derechos por parte de los propios autores y sus herederos. Este plazo, que como se dijo está fijado en 70 años desde el fallecimiento, es muy discutible en el contexto actual. En especial si consideramos que su origen fue la protección personal de los creadores, pero en la actualidad la amplia mayoría de los titulares de derechos se concentra en grandes corporaciones de la industria editorial, musical y audiovisual, cuando no en grupos multimedia que concentran todas estas actividades. La idea original de protección pareciera perder sentido luego de la muerte de los autores, cuando los titulares de derechos tienden a recortar la circulación de contenidos en función de los intereses de mercado o de decisiones personales que nadie puede determinar hasta qué punto honran la voluntad póstuma del autor.

Si bien en episodios como el de Katchadjian parece estar muy claro quién es el débil y quién el poderoso, pensar una reforma normativa y una política pública en esta temática exige mucho más que las intuiciones surgidas del caso a caso. En ese sentido y abandonando el confort de ciertas posiciones, es posible preguntarse: ¿La opinión sería la misma si El Aleph engordado fuera editado por una multinacional y deviniera best seller? ¿Y si se distribuyera con la edición dominical del diario más vendido de la Argentina?

Las hipótesis que se abren a partir del caso son infinitas y sugieren algunos ejes centrales para el debate todavía vacante: definir en qué medida y de qué modo se actualiza el concepto de integridad de la obra; establecer mecanismos para garantizar la sustentabilidad del autor y de los trabajadores de la cultura en general frente a las grandes corporaciones de la industria cultural; redefinir el rol y las potestades de los herederos y otros “derechohabientes” —en los términos de la regulación actual—; y, especialmente, definir supuestos y mecanismos para utilizaciones libres y gratuitas (ver recuadro en la página 13).

No obstante, ninguna de estas discusiones tiene una resolución sencilla y el paradigma de regulación de los derechos de propiedad intelectual se discute desde posturas profundamente antagónicas en casi todo el mundo. Desde la Digital Millennium Copyright Act, la regulación norteamericana que permite dar de baja contenidos en internet de manera casi instantánea con apenas un aviso de los propietarios de derechos de autor —casi una “ley de derribo” cultural—; hasta los informes de las Relatorías de Naciones Unidas y la OEA que desde hace años reclaman una regulación de propiedad intelectual que contemple el derecho humano a la comunicación y no desaliente la creatividad ni el libre intercambio de información e ideas.

Libre y gratuito

Las utilizaciones libres y gratuitas son las que se pueden llevar adelante sin autorización y sin pago al titular de los derechos de autor, aunque en diversos países está contemplada la imposición de reglas que imponen una “justa compensación”. También se denomina a este tipo de acceso como “libre utilización de obras protegidas”. En todos los casos está sometido a condiciones establecidas previamente, las cuales suelen referir que el uso debe hacerse dentro de los límites de la excepción, reconociendo el autor, la fuente y el título de la obra. Los sistemas comparados permiten identificar distintos ejemplos de estos mecanismos: copia privada, copia con fines educativos, derecho de cita, uso para información, uso para procesos legales, otros casos conocidos como “fijaciones efímeras” o de “índole humanitaria”, ubicación en lugares públicos, exhibición para venta de artículos del ramo, catálogos ilustrados, guías de museos, representaciones privadas gratuitas, ejecución por organismos del Estado en actos públicos, etcétera.

La experiencia digital impulsada desde 2001 por el colectivo Creative Commons también representa un buen punto de partida. La organización ofrece una serie de instrumentos jurídicos gratuitos (las licencias Creative Commons) que permiten a los autores compartir poner a disposición de otros su trabajo bajo los términos y condiciones que ellos mismos definan. Así, se puede definir si las obras derivadas podrán modificar el original y hasta qué punto; establecer la obligatoriedad o no de citar la fuente; y permitir o no el uso con fines comerciales, entre muchas otras variantes.

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